Apagones y conciertos fallidos: cómo la oscuridad nos revela nuestra fragilidad.
El lunes 28 de abril será recordado como el Gran apagón. España, Portugal y el sur de Francia quedaron sumidos en un apagón eléctrico masivo, una sacudida inesperada que paralizó trenes, dejó hogares en penumbra y convirtió a millones de ciudadanos en testigos involuntarios de la vulnerabilidad de nuestra sociedad occidental. Fue un espejo que nos mostró, lo profundamente dependientes que somos de algo tan invisible y aparentemente seguro como la electricidad.
Estamos tan acostumbrados a que todo funcione, que basta un corte de luz para que se tambalee nuestra sensación de control. Ayer, gestos cotidianos como cargar el móvil, poner la televisión, cocinar o trabajar desde casa se volvieron imposibles. Y, sin embargo, más allá del desconcierto, hubo también espacio para lo humano: calles más silenciosas y gente pasenado, libros abiertos o vecinos conversando. Una pausa forzada que, en medio del caos, nos reconectó con lo esencial, donde lo analógico imperó sobre lo digital.
Pero que nadie se engañe. Este apagón no fue una excursión nostálgica al pasado. Fue un aviso serio. ¿Qué pasaría si no fueran horas, sino días? ¿Estamos preparados para vivir sin acceso inmediato a la tecnología, al agua corriente, al transporte? La respuesta, dolorosamente evidente, es que no.
Este evento nos recuerda —aunque en distinta escala— algo que ocurrió hace casi una década, el 22 de mayo de 2015, en Málaga, durante un concierto de las bandas Testament y Exodus. Aquella noche prometía ser una celebración del thrash metal, con un público entregado proveniente de distintas partes de Andalucía. Sin embargo, una serie de fallos eléctricos convirtió la velada en una decepción: Exodus apenas tocó cinco canciones y Testament solo llegó a interpretar una antes de que todo se detuviera.
La promotora, tardó cinco días en ofrecer una versión oficial, afirmando que ambos grupos completaron sus actuaciones, algo que contrastaba claramente con lo que los asistentes presenciaron. Lo que ocurrió en la sala París 15 fue una muestra, en miniatura, de lo que representa una desconexión abrupta: frustración, desinformación y pérdida de confianza.
Hoy, casi diez años después, el gran apagón de ayer nos sitúa ante un escenario similar, pero a gran escala. Encender una luz, abrir un grifo, hacer una videollamada: nada de eso es magia. Es el resultado de una infraestructura gigantesca, coordinada, costosa y vulnerable. Cuando esa infraestructura falla, todo nuestro modelo de vida —digital, urbano, y acelerado— queda en pausa.
La resiliencia energética debería ocupar un lugar central en las políticas públicas. La ciudadanía necesita estar informada, las infraestructuras deben ser reforzadas y los planes de contingencia deben dejar de ser meros documentos y convertirse en acciones reales.
Lo que ocurrió este lunes no debe quedar como una anécdota. Debe ser una advertencia. Y si la memoria es corta, basta recordar aquel concierto fallido en Málaga para entender lo fácil que es que todo se venga abajo.